CIERTA HISTORIA

Vivo en series cronológicamente autoimpuestas, series que vuelven en series que se repiten indolentes y obstinadas, series vacías de forma donde se nota la herida de una caricia imposible, lejana, y la ausencia, a la vista intolerable de los hechos, ante el juicio insoportable de lo cierto, de la vida, de la gracia y del misterio. A nadie puede importarle este diálogo enfermo, esta manera angustiosa de transitar por las nubes, coleccionando amuletos, y mostrando el interior al aire libre, hacia el público exterior (o eso parece) que anda también en sus cosas, a los últimos testigos voluntarios de una serie cronológicamente autoimpuesta, una serie que se vuelca, una experiencia tras otra, en esta serie, una serie que da paso a cierta historia. ¡Menos mal que el poeta así lo entiende, con la virtud eficaz de su oficio! Y que, evitando la razón de un sinsentido, apunta nota tras nota, en su cuaderno de notas, apurando las razones de este vicio, anunciándonos los lotes del destino, alertando a suspicaces y a elegidos. “El autor no responde –escribe Nicanor Parra en su Advertencia al lector- de las molestias que puedan ocasionar sus escritos”. Aunque, claro, no se puede, en algunas ocasiones, enfocar hacia otro lado, evitar el ejercicio que nos brinda lo que ahora nos traemos entre manos, la evidencia que hace suyo nuestro aliento; porque ya dejó constancia Wittgenstein, en su primera sentencia, de cómo debemos tratar este problema: “El mundo es todo lo que es el caso”. Y los mortales que hayan leído el Tractatus de Wittgenstein (nos advierte Nicanor en su poema) “pueden darse con una piedra en el pecho”. ¿Que todo pudo ser (o puede ser) de otra manera? ¿Que alguien o algo, de carácter sorprendente, pudo cambiar u olvidarse, agotarse o ser velado? Depende, justo ahora, de lo que estemos leyendo, desentrañando o salvando. ¿O es que hay, a estas alturas, otra forma de entender (es decir: de interpretar) los mensajes que se ocultan en los libros, las hazañas de los héroes derrotados, las partículas secretas de los versos? Uno repasa la historia, cierta historia, como una visión de conjunto, como un ejercicio de líneas que se conectan y quiebran, de columnas que dan cuerpo (o eso parece) a una serie que se pierde en otra serie, a una imagen de lugares y de encuentros. Porque, aunque el poeta lo intenta (“Ha llegado la hora –avisa Nicanor a los mortales- de modernizar esta ceremonia”), la ceremonia de conjunto es como un cuerpo, un viejo cuerpo, donde Heráclito (improvisado croupier que nos muestra los dados) da las reglas oportunas que regirán todo el juego. Y así van pasando las cosas, los hombres, las fechas, con la evidencia inocente de un devenir unitario. Y así se nos cuenta (nos contamos) una historia que se parece a otra historia conocida, a cierta historia. En El paraguas de Wittgenstein el escritor mexicano Óscar de la Borbolla va narrando las variantes accesibles de una serie, de una curiosa serie. Es la serie de la vida, cronológicamente autoimpuesta, y es la serie de los juegos cotidianos que jugamos, que nos juegan con sus artes y se juegan. Ya en la primera proposición ves tu cara reflejada en un espejo (¡tantas veces como juegues a este juego!); te adivinas, te parece estar viviendo en esta historia; te saludas a ti mismo, respetuoso, y continúas leyendo. Y escribe Óscar de la Borbolla: “1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite?, y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres”. Aunque tampoco conviene alarmarse. Las proposiciones que siguen en el cuento de Oscar, a la manera de Wittgenstein, nos muestran, enseñan, las variantes infinitas de esta serie. Y en ellas, como en otras ocasiones, tampoco la muchacha tendrá dueño, tampoco será Dios quien nos alumbre, tampoco encontraremos la respuesta (¡da igual la perspectiva o el diseño!), y el mundo se verá como es el mundo, y todo callará como hace siempre, y todo volverá a empezar de nuevo.
4 comentarios
Enrique -
Un abrazo.
susana -
Enrique -
susana -